¡Luz, más luz! De Goethe a Las Vegas

Desde las 20:00 hasta 01:00 el 18/12/2008

"No siempre han tenido a punto los grandes hombres una oportuna y no menos grande palabra en el momento de su muerte. Por fortuna, los hagiógrafos habituales se han apresurado a enderezar y magnificar unas despedidas poco edificantes: como la de Kant, que tras probar un vaso de agua musitó: “Es ist gut” (“Está buena”), entregando desde luego su espíritu; pues bien, enseguida se metamorfoseó tan grosera manera de decir adiós al mundo por un “Es ist gut”, entendido como “Está bien”, o sea: mi vida se ha cumplido. Claro que peor fue la despedida de Jesús en la Cruz. Mientras los sinópticos afirman de consuno que soltó un gran grito, como de animal, el piadoso y erudito Juan le hace decir: “Teteléstai”, o sea Consummatum est, “Todo se ha cumplido”.

Goethe ha corrido una suerte paralela, y aun más chusca. Corre la voz de que su palabra postrera fuera una exigencia de más luz, mientras que su valet de chambre nos presenta una versión más escatológica, en el otro sentido de la palabra, esto es: excrementicia...

La deriva y purificación de la despedida goetheana del mundo bien puede valer como metáfora de la relación entre luz y ciudad. Las primeras iluminaciones de las calles con farolas de gas, en el primer tercio del siglo XIX, vinieron en efecto a cumplir y aun perfeccionar éticamente la afirmación del gran Sarastro en La flauta mágica (“Los rayos del sol expulsan a la noche”) a la vez que la corregían técnica y hasta metafísicamente. Pues en efecto, bastaron menos de treinta años para que la luminosidad no expulsara a la noche, sino, al contrario, la pusiera de relieve y se albergara en ella. Con todo, el mensaje moral y político era el mismo: la luz significa orden, corrosión y hasta final destrucción de la opacidad y la impenetrabilidad; “claridad” era la parola d’ordine (nunca mejor dicho), garantizada por la seguridad (la portada de un periódico berlinés de 1889 muestra en su centro un policía sobre cuyo caso reluce, ya no el consabido penacho, sino una reluciente bombilla, ya eléctrica), y conectada por la movilidad (la misma energía eléctrica que sustituyó a fines del siglo XIX las lámparas de gas por la bombilla incandescente es la que acabó con los tranvías tirados por tracción animal).

El paso del gas a la electricidad supone un paso dramáticamente teatral en la metafísica de la ciudad. Ésta dejará de ser la representación jerárquica, aristocrática de una clase que realza sus palacios y sus negocios mientras hace hundirse en la oscuridad de la miseria a las barriadas obreras, produciendo así literalmente centro y periferia. La ciudad a gas, por vez primera, se convierte realmente en Capital, o dicho en efecto teatralmente: se metamorfosea en un gigantesco avatar tridimensional al aire libre de la estructura de un teatro, siendo el techo la noche, jalonada por las estrellas de las lámparas colgadas encima de las calles, las paredes la tramoya lateral, y las calles y plazas el escenario móvil, mientras que los actores son los orondos snobs de la gran industria, mezclados con los restos de una aristocracia ya, efectivamente también, de opereta.

Todo esto cambia con la entrada de la iluminación eléctrica. Ya no es sólo que la noche se haga el día, sino que rivaliza y aun derrota al día, ya que, ahora, la gran transformación es bidimensional: no es el teatro la metáfora dominante, sino justamente el arte hecho de luz y sombras: el cinematógrafo. La ciudad se torna en un gigantesco telón idealmente igualitario, dominado por las masas (recuérdese Metrópolis y, sobre todo, Berlín: Sinfonía de la ciudad, de 1928), allí donde el centro está constituido por los grandes bancos y complejos de negocios, junto con los almacenes que “venden” la ideología igualitaria, tanto en el ámbito fascista como en el socialista. Al fin, ya Lenin había definido lapidariamente el comunismo como: “la electrificación más los soviets.”

Por fin, a finales de los años noventa del pasado siglo, una tercera transformación de la ciudad acaece. Ésta se torna en una gran pantalla, a imagen y semejanza de la digitalización de las informaciones. El light-art comienza a servirse de la ciudad para proyectar juegos cromáticos abstractos que remedan al expresionismo abstracto, pero que vienen trufados de tiras de información sobre la bolsa, mensajes electrónicos, advertising de todo género, hasta que la ciudad se envuelve fantasmagóricamente en pura apariencia, tras la cual se esconde la suciedad del día, con sus miserias y su frustración cotidianas. Ahora habría que cantar, al contrario: “Las pantallas LED de la ciudad-noche expulsan al sol y al día.” Y las expulsan con razón, avergonzados como están el astro y la ciudad diurna por ser, todavía, naturales, como conjunto de cuerpos mortales y de cosas corruptibles, de animales que aúllan y, en definitiva, de ciudades cubiertas por los excrementos de todo aquello a lo que ahora también nosotros, como otrora Goethe, despedimos. Y es que, comparada toda esa morralla con la absoluta artificialización de la vida cibergológica, representada por la brillante obscenidad superficial de la Antiqa Tower de Viena, realmente no hay color. 

Por Félix Duque


Lugar:
Medialab-Prado. Plaza de las Letras, C/ Alameda, 15 · Madrid

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