Viaje a las mujeres de El Pozo

 

Llegamos a la estación de El Pozo a las seis de la tarde en siete minutos desde Atocha. Somos un grupo de mujeres casi desconocidas de expedición. Allí nos encontramos el primer ejemplo de planificación colectiva a pie de vía. Un monumento diseñado en memoria de las víctimas del 11-M –dos bombas estallaron al paso de un tren por la estación- con la participación en el diseño de los vecinos del Pozo.

Después iríamos descubriendo que no fue así por casualidad, que el músculo de su hacer entre todos se forjó mucho antes, desde que se hicieron primero sus chabolas, después sus casas un poco menos chabolas y por fin tuvieron voz en el diseño de unos pisos sociales que aún están acabando de pagar.

Son las seis (y algo ya) y es de noche, pero se ve lo que hay que ver. Las luces y sombras que dan las farolas dejan entrever la ropa tendida y los troncos para la lumbre en plena calle; no hace falta explicar que tienen dueño. Luces, sombras y entonces llega el sonido, primero el de los coches que hacen mucho ruido al arrancar porque son viejos aunque aún tiran. Me sorprende que conduzca la mujer mayor, cuando empieza a hablarnos otra voz de mujer, tan potente en su discurso como la historia que cuenta de este barrio que se levantó a sí mismo.

Nuestra primera guía de la ruta se llama María y cuenta que es tal la identidad que se ha forjado el barrio, que a ella que llegó mucho después la consideran inmigrante los inmigrantes, los primeros pobladores llegados del sur de España. María forma parte del consejo rector de la cooperativa eléctrica, la Eléctrica del Pozo, el orgullo de un barrio que empezó a levantarse con chabolas que se montaban en menos de un día. Corrían los años cincuenta y tantos y al caer la noche tenía que estar culminada la obra, si no venía la Guardia Civil y te las derribaba.  O techo, o sotana del padre Llanos encima de la chabola para coronarla y darle bula, cuentan las leyendas del barrio. 

El padre Llanos era un cura “de derechas” - falangista y director de ejercicios espirituales de Franco, según leo en la Wikipedia- un jesuita que llegó para evangelizar y acabó militando en el PC después de ver cómo sus habitantes eran capaces de crear dispensario, cooperativa, comisiones y escuelas acabó decidiendo que este lugar merecía tener entidad y alcaldía propia: “Señor alcalde de Madrid, le presento al alcalde de El Pozo”, llegó a decir en unas presentaciones, según cuenta María, igual que a ella se lo han contado otros.

También conocemos por ella algo más sobre las primeras mujeres de El Pozo: tenían dos pares de zapatos, los que se calzaban para atravesar los barrizales de las calles sin luz, agua, ni asfalto del principio, y los que se ponían después en el autobús que las llevaba a trabajar limpiando casas en Madrid. Son las mismas mujeres que fueron activistas sin conciencia de serlo ni etiqueta en los tiempos en que si hacía falta se sentaban a las puertas de un ministerio para reclamar servicios dignos para El Pozo. No puedo evitar que la imagen de los zapatos en el bolso me lleve al Nueva York de las ejecutivas corriendo con las deportivas y la lengua fuera hasta que llegan a Manhattan y se calzan los tacones para hacer la entrada triunfal en la oficina. Tan lejos, tan cerca. Mujeres adaptándose al medio, en El Pozo, en Atocha o en Nueva York.

Seguimos caminando en penumbra, gozando del relato, sorteando no sin dificultad aceras que se levantan y no se reparan, por calles anchas y edificios construidos por tandas en los 80 del primer gobierno del PSOE, que todos los vecinos habitaron desde el plano, eligiendo dónde; al fin y al cabo, les echaban de sus casas, levantadas por ellos mismos, con espacios conquistados más allá de sus cuatro paredes que también fueron parte de la idiosincrasia de un barrio que gozaba de vivir de puertas para afuera, construyendo su red social y asociativa. Las viviendas sociales eran bloques de viviendas -entre algunas zonas de adosados- y al meterse en los pisos sintieron que perdían la cercanía de la calle y de los otros que les daban las casas bajas.

El barrio acaba de sumar una conquista en este recuperar los afueras. Les han cedido suelo municipal para cultivar en un huerto comunitario (pequeño pero crecedero, y si no al tiempo) que antes era un vertedero. El huerto está justo detrás del primer bastión vecinal, la cooperativa eléctrica de El Pozo. Cuenta su historia con el orgullo de quien custodia un legado Lola, la actual gerente. Aquí comercializan, distribuyen electricidad y sobre todo sobreviven a la liberalización del sector. Su padre fue uno de los fundadores de la Eléctrica; aquí no se estilan los enchufismos y este podía parecerlo, así que él decidió, no sin enfadarse con su hija cuando aceptó el cargo, dejar el consejo rector. A sus setenta y muchos, eso sí. Porque esa es otra, aquí el ser ciudadano y partícipe de los comunes se lleva más allá de la jubilación.

Las mujeres (siempre las mujeres, nuestras convencidas y convincentes narradoras) responden a nuestra pregunta (nosotras, las turistas en busca de ideas posibles para el barrio) de dónde está para ellas la belleza de El Pozo. Todas coinciden: la gente, pero María matiza: las mujeres, lo más bello de este barrio son sus mujeres. Entonces Sylvie, otra –no tan- recién llegada, francesa, de Pau (“soy una mujer de clase media, y vengo de una ciudad burguesa, imagínate el cambio”) que ha criado allí a sus hijos porque se casó con un vecino de El Pozo, piensa que lo que hace a este lugar diferente es que la mayoría de sus habitantes han vivido un proceso de transformación, de lucha. Las drogas de los 80-90, la exclusión social. Hay acuerdo entre las tres mujeres en que los tiempos han hecho a los jóvenes del barrio menos beligerantes, porque ya no hay lucha por la supervivencia, ya no hay que levantar chabolas ni poner alumbrado. Hoy no hablan de delincuencia, pero sí de fracaso escolar y de paro, que golpea y fuerte, más aún en el caso de las mujeres.

La ruta turística acaba en el piso de arriba de la cooperativa, donde se ha abierto otra cooperativa, Fam y Lias, un espacio donde, de nuevo, un grupo de mujeres trata de ayudar a más mujeres empoderándolas en lo económico y tratando de fomentar intercambios solidarios entre familias. Lo que vemos es un taller de costura donde rediseñan la ropa que les llega y luego se vende en el circuito de la economía social. El reto es forjar trayectorias sostenibles para que estas mujeres no se precipiten a la economía sumergida.

Volvemos al tren. En siete minutos estamos en Atocha. Si una inmobiliaria quisiera vender, podría publicitar: Adosado, junto a zonas verdes, a 7 min. del centro de Madrid. Y no mentiría. Pero este lugar no tiene precisamente la renta per cápita de Pozuelo. Tan cerca, tan lejos. Un viaje para soltar prejuicios y traer ideas. Una invitación a las derivas. Me sale un eslogan: Haz turismo. Cruza a la acera de enfrente. 

Tipo de post
Blog
Autor
María Avizanda